sábado, octubre 17

Dejar volar.

Hay un niño que despertaba todos los días muy temprano, tomaba su mochila, ponía un frasquito en ella y salía a caminar por la ciudad. Cuando encontraba alguna pluma, la metía en el frasquito y su sonrisa se iluminaba, sus ojos parecían brillar un poco más y sus pasos se volvían más seguros y más ligeros, más tranquilos. Si encontraba alguna otra, también la metía en el frasquito y no podía evitar empezar a cantar, mientras sus pasos se volvían aún más ligeros. Si a estas dos se sumaba una tercera, le era inevitable sentir que la ligereza de sus pasos lo elevaba un poco del suelo y que ya empezaba a volar. En esos días de suerte, que lo dejaban llevar 3 plumas a casa, corría feliz hasta encontrar su puerta y tocarla apresurado "¡mamá, encontré más!". Le daba un beso a mamá y, sin quitarse la mochila, corría hacia el patio. En el patio lo esperaba ella, que parecía siempre feliz al verlo, hasta pensábamos que compartía su emoción. Se miraban por un rato hasta que ella rompía el silencio con alguna carcajada y él decidía contarle sobre sus hallazgos del día mientras sacaba con cuidado su frasquito. Se acercaba a ella con dulzura y abría el frasquito para sacar las plumas con cuidado y ponérselas de a poquitos. Ella se quejaba un poco, pero luego parecía sonreír. 
Un día, el niño despertó y fue a verla antes de salir "hoy consigo la que falta, lo prometo". Se despidió de mamá con un beso y salió antes de que el sol terminara de despertar. Esta vez, no fue necesario caminar mucho, la pluma estaba ahí, tan cerca de casa y tan hermosa, brillante y azul. Se acercó con pasos cuidadosos, abrió el frasquito y, por última vez, metió una pluma en él. Decidió caminar a casa cantando y, cuando llegó, espero a que mamá abriera la puerta sin gritar desde afuera, solo tocó. Abrazó a mamá conteniendo su emoción y fue hacia el patio, donde, como siempre, ella lo esperaba. Sacó el frasquito con muchísimo cuidado y le enseñó la pluma antes de ponérsela con mucha tranquilidad. Se alejó un poco de ella y las lágrimas empezaron a caer: su cacatúa, por fin, tenía el ala derecha completa. "Ya puedes volar, Galatea" dijo sonriendo y la vio extender sus alas con emoción. Galatea tardó un poco en alzar vuelo, pero, en cuanto lo hizo, voló alto, se detuvo un momento en el aire, miró al niño y así, sin despedidas, se alejó. 
Hoy, ese niño aún espera que el ala que le dio a Galatea le permita volar de regreso a su patio, a reír con él. Ahora, el frasquito está vacío sobre una mesa que él usa para dibujar plumas todos los días y los pasos que da ya no lo hacen sentir que vuela, piensa, cada vez más, que está atado al suelo.

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