sábado, septiembre 24

Conrado querido

Cierro los ojos, retrocedo un par de pasos y el agua cae sobre mí, golpeando fuerte mis hombros, ensordeciendo mis oídos y lo escucho: finalmente, hay silencio, no me oigo pensar, ni la música, ni el viento, ni a los vecinos, ya no oigo nada y mis lágrimas caen sin escándalo, mi llanto es libre. Vuelvo a salir esos dos pasos, abro los ojos y, de nuevo, oigo todo: el agua sobre mi espalda, la música, el viento, a los vecinos y mi llanto, oigo a mi llanto gritar y todo vuelve a ser real: ya no está. 
Y, sobre la realidad, no hay caída de agua que ensordezca a mis oídos, que me haga cerrar los ojos y no ver que no está, que, hoy, se apagó su energía, que hoy su vida y sus ganas se agotaron, que su chispa ya no es más, no hay agua que me impida ver que no nos dijimos nunca ese adiós, aunque nos lo dijimos tantas veces, no hay caída de agua que calle que, cuando vaya a buscarlo a su casa, ya no estará, que sus historias ahora solo existen en quienes las escuchamos y no hay caída de agua que me diga cómo será no verlo nunca más, no abrazar su cuerpo flaco una vez más, no hay caída de agua que sepa cuánto lo voy a extrañar.

Hoy, se fue mi Conrado favorito (tal vez porque no tengo otro Conrado) y murió en paz, como dijo que iba a morir, reímos y lloramos con él hasta que pudo y luego nos tocó llorar y reír por él, por sus recuerdos y los nuestros, por su historia y por esta despedida, que ha sido tantas anteriores, pero que hoy es final, que hoy es despedida de verdad. Gracias, abuelo, por estos años de compartir y de andar, de discutir y aprender, de escuchar y, unas pocas veces, callar, gracias por este tiempo en el que ambos empezamos a querernos y gracias por tus historias repetidas, porque ahora las recuerdo sin esfuerzo. Te quiero mucho, viejito.

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