Mirna salió de casa y empezó a caminar, no había música sonando, pero el ruido incansable del silencio no paraba de retumbar en sus oídos. Ya no tenía miedo, pero tampoco ganas y caminaba mirando el suelo sin mirarlo, las hojas cayendo, que, normalmente, amaba del otoño, no llamaban su atención, ni siquiera las flores de la esquina que Miguel vendía con tanto entusiasmo lograron hacerla sonreír. Siguió su camino sin saber bien a dónde iba, hasta que levantó la mirada para cruzar la calle y, de pronto, vio los ojos más tristes que había visto en su vida, pensó en hacer algo para ayudar a que vuelvan a tener luz y, en ese momento, se dio cuenta de que esos ojos eran suyos y solo estaba viendo un espejo.
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