Mi abuela no pudo nunca decirme adiós, tal vez, porque nunca pudo decirme hola o cantarme una canción, tampoco me cosió un vestido, ni me enseñó a rezar el rosario o a ir a misa, nunca tomó mi mano para cruzar la calle, ni lavó mis manos para comer. Mi abuelo, en cambio, me ha dicho hola tantas veces que ya no puedo contarlas, aunque lo conozco desde antes de que pueda recordarlo, es mi abuelo recién hace algunos años, no recuerdo si de niña me compró algún dulce alguna vez, tampoco sé si tomó mi mano en el supermercado mientras buscábamos pan, no recuerdo haberme sentado en su regazo a escuchar alguna de sus tantas historias, ni si me abrazaba cuando nos reencontrábamos, pero, desde que es este abuelo, al que conozco y quiero, aunque a veces no lo entienda, recuerdo la vez que me llevó a toda velocidad para que no me perdiera una función de teatro, tengo como un recuerdito que brilla la cena que comimos juntos cuando fui a dormir a su casa yo sola por primera vez, cada una de nuestras largas charlas en las que intentaba explicarle qué es la lingüística, sin que me escuchara con atención, todas sus historias repetidas tamborileando en mi cabeza, verlo comer cada uno de sus antojos con más hambre que yo, con el doble de ganas y la mitad de saciedad, su sillón que decidió, hace muchos domingos, compartir conmigo, nuestras siestas acompasadas, nuestras discusiones en la mesa por su obstinación y mis ganas de cambiarla y su sonrisa, sus audífonos, su dolor de cintura, su tango instrumental y sus ganas de aprender, los lonches juntos y sus chistes que me sé de memoria, sus palabras de suerte en cada una de nuestras despedidas y sus abrazos de viejo flacucho, que hoy me hacen tan difícil pensar en decirle adiós, aunque no sea un hombre perfecto -y, seguramente, esté mucho más lejos de serlo de lo que sé-, ni el mejor abuelo, siento que todavía nos debemos muchos holas y otras siestas, más lonches y otras muchas discusiones. Mi abuelo puede decirme adiós tantas veces como me ha dicho hola, pero ningún adiós suyo va a prepararme para el que tenga que decirle yo cuando él ya no pueda responderme, porque ya me hacen falta sus historias y nos quedan, todavía, tantos holas por decir.
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