Como siempre, papá, mi compañero e instigador de aventuras, me acompañó al aeropuerto, no me miró con temor, ni creó en mí ninguna duda sobre este viaje que emprendía, no dedicó nuestra última hora antes de irme a advertirme nada, me habló de la cotidianidad y de la conciencia, de estar atenta al momento, me hizo reír y disfrutó uno de mis chistes ácidos, me abrazó y me vio cruzar la puerta que marcaba el comienzo de mi solo, sé que no se fue hasta ver el avión partir porque así es él, cuidador, pero dador de libertad; lo llamé y, luego, a mamá antes de despegar y así empezó mi viaje.
Me tocó un vuelo especial, en el que un chef reconocido nos hizo cebiche al instante con un mero pescado ese mismo día, nos regalaron entradas a Mistura y comí la mejor comida de avión que he tenido hasta ahora, luego, me dormí y abrí los ojos para ver los campos que me hicieron sentir esa emoción indescriptible la primera vez. Bajé del avión, conversé con una señora que llegaba a encontrarse con su esposo después de un año y fui por mi maleta; armada con mi maleta, los pesos que papá cambió en el aeropuerto y mi adrenalina crucé la puerta que me hacía entrar por completo en la ciudad, donde ya no me protegía el espacio intermedio en el que todavía no eres del todo libre, en el que todavía no saliste del todo a la realidad, y frené en seco "¿qué mierda has hecho?" retumbaba en mi cabeza como un coro de alguna opera y mis manos empezaron, como nunca, a sudar, mi pulso cambió y mis latidos se aceleraron al compás. "Regresa", "quédate aquí", "estás sola" sí, estaba sola y, en cuanto recordé eso, recuperé mi valentía: era solo yo y ese viaje era solo para mí. Busqué transporte, compré un ticket para que me llevaran a mi hostel y fui a llamar a mamá, que no contestó, así que llamé a papá: "estoy bien, todo bien, te llamo cuando esté en el hotel" y oculté, así, mi momento previo de temor, de pausa, de ansiedad.
Esa semana me enteré de un par de cosas, que hicieron que quiera hacer algo, que, lejos de cuestionar lo que había creído construir en los dos últimos años, solo lo afianzaba, pero, justo por la seguridad de lo que había ganado, me negué a hacerlo y, aún hoy, creo que hice lo correcto -si no fue así, igual, es parte de lo que me trajo hoy a este lugar, así que mantiene su condición de validez-; disfruté con amigos nuevos que me regaló el camino y con un viejo amigo que siempre sabe ayudarme a encontrar mi camino, que mantiene mis pasos concentrados y me alegra siempre el corazón, comí rico, dormí poco, caminé mucho, bailé, paseé, el cielo me llovió como me encanta que me llueva, la lluvia se llevó con ella mis lágrimas de despedida y renovó mis ganas, mi seguridad y mi encuentro conmigo misma, con mi preciada soledad, en ese andar sola me confirmé que podía, que siempre pude ser solo yo; en ese viaje nunca más sentí temor, ni al peligro físico, ni al emocional, le perdí el poco temor que le tenía a mi soledad y volví a amarme por completo, a creerme independiente, volví a mí.
Ese viaje que hice sola lo disfruté acompañada y, también, en soledad, en esos momentos de intimidad conmigo, con el miedo más grande que llevaba conmigo para enfrentarlo allá, lejos de todo, pero cerca de él y, sobre todo, cerca de mí y con mi alegría y mi ser muerto de ganas por vivir, por sentir cada momento. De ese viaje, me quedan las fotos, las sonrisas, la música y unas cuantas lágrimas; de ese viaje, me queda la seguridad de que no fue un escape, fue una entrega absoluta a mi encuentro conmigo, a enfrentarme con mi peor monstruo: yo misma y, de ese viaje, me queda la sensación de que este momento es siempre lo importante y me queda mi valentía favorita: saber ser sola, incluso en compañía, poder ser sola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario